Mas las dudas me asaltaron. El cuerpo, ¿es el mensajero o el destino?
¿Es el que espera o el que solicita?
¿El que se aposenta en la virtud o el que cede a las debilidades?
Incitado por las celadas de la vida, ¿se contrae o se expansiona?
Aquella sombra profética desaparecida en las tinieblas
no había detenido el rumbo de mis pasos.
Caminé largo rato aireando mis soledades
a través de pasadizos mortecinos y callejones angulosos
que solo los osados o los desesperados tientan en sus desvaríos imprudentes.
Penetré en la zona prohibida a los bienpensantes,
la reserva cuyo nombre no debe pronunciarse nunca en voz alta,
y vadeé los márgenes vedados a la moral al uso.
Allá donde la transgresión se convierte en otro rostro
y la ansiedad, la compañía y el amor tienen un precio.
La taberna se infestaba de voces, pero también se hacían hueco los silencios.
Fue en aquel rincón donde volví a verte, aislada y ausente.
Cuando las demás mujeres se hacían notar y provocaban a los hombres
tú disimulabas y callabas.
Cuando otras se ofrecían con insistencia y descaro
tú veías la manera de pasar desapercibida.
Cuando ellas, burdas y tentadoras, exhibían la forma de sus contornos
tú te recogías con pudor.
Tu presencia era extraña al lugar y caí en la confusión.
Me pregunté si no sería ensoñación, derivada del vino catado.
Apartaste los cabellos de tu cara y me miraste como en aquel encuentro fugaz.
Con discreción me acerqué hasta tu lado.
Tu mirada era ajena al entorno y la sentí atroz como un dardo.
Algo nos expulsaba de aquel lugar a los dos y apenas logré balbucear:
Dime, ¿quién de las tres mujeres eres: la de aquella mañana soleada,
la que hace un rato ha salido a mi paso a advertirme
o la que se abandona en este antro al mejor postor?
Ninguna de esas tres mujeres existimos, contestaste delicadamente.
Las tres estamos dentro de ti, porque somos la voz que te recorre
hasta que encuentres el modo de pronunciarte y decidir tu destino.