El sol caminaba hacia el cénit del día.
En mi paseo di con un solar donde unos albañiles
apuntalaban un edificio maltrecho.
Aquí se acumularon muchos libros, me dijeron.
Pero un descuido prendió sus anaqueles
y el fuego abatió también las huellas del saber acumulado.
Reconozco que aquella novedad hirió mi alma.
¿Cómo se reconocerán los habitantes de la ciudad,
me pregunté, si de su herencia quedan ahora solo cenizas?
Cogí al azar uno de los textos demediados y maltrechos.
Las llamas había devorado el nombre de su autor
pero su obra era transparente y así escuché aquellas palabras:
Ese palmo de tierra bajo tus pies es tu propiedad.
Esa luz que te permite leer no rinde tus ojos a la ceguera.
Esa nube pasajera alivia tu camino.
Ese aire que sopla remueve tu cuerpo y con él tus pensamientos.
El agua de esa fuente limpia tus impurezas.
Y los ojos que se fijan en los tuyos toman algo de ti
y si tú los correspondes calmarán tu inquietud.
¿De qué te quejas si la vida se te entrega en toda su bondad?
Sé generoso con los elementos
pues ellos podrían prescindir de ti y seguirían siendo.
Pero tú los necesitas para ser tú mismo.
Sentí como verdad revelada aquellas palabras
y percibí que no hay otra verdad sino la que se comprueba,
aquella que la naturaleza concede y se debe aceptar.
Aquella que transforma nuestro saber
y con el saber se crecen nuestras vidas.
Agradecí al infortunio el encuentro con aquellas cenizas
y acaricié las páginas salvadas como un amante acaricia
a la mujer que se instala en su goce.