¿Quién clausuró las puertas de las casas?
Durante siglos nuestros padres entraban y salían de ellas
y cualquier vecino podía acercarse hasta el fogón o el tálamo
a compartir el alimento o a visitar al anciano que descontaba sus días.
Las puertas solo eran para sujetar los rigores del día y de la noche
y preservar las chácharas de los ojos y oídos indiscretos,
no para proteger bienes ni tesoros que nadie poseía.
¿Quién se acuerda hoy de los invasores?
Llegaron un día para desposeernos de lo más valioso:
la fuerza del trabajo y la fuente que da la vida,
pero algunos de aquellos se quedaron porque, dijeron,
no somos todos iguales y nosotros no venimos a expulsaros
ni a robar vuestro esfuerzo ni a desposeeros de vuestros hijos.
Eso dijeron no solo con la voz sensata sino con la intención del corazón.
Yo soy uno de aquellos que nadie distinguiría hoy día como el bárbaro:
he hecho oficio del noble arte de la forja
y he heredado la historia que me relataron quienes me acogieron
como si la hubiera vivido durante generaciones en este mismo suelo.
Esto me contó un artesano que conocí en mi entretenido caminar
por las cálidas callejuelas de la ciudad antigua.
Ciudad donde la sorpresa arropa al viajero
dibujando signos del alma en la puerta de cada morada.