Las calles son la vida porque son la historia de los hombres.
Asomado a uno de los bordes de la ciudad,
me encontré con aquel hombre, solitario y humilde, que miraba el horizonte.
Su edad era una incógnita y su imagen ni pobre ni rica,
y de su apariencia desapercibida emanaba atención y cuidado.
No sé si me habló porque advirtió que también me asomaba
al límite en el que se detienen los que buscan
y se preguntan, invadidos de perplejidad, cómo seguir.
Tal vez se contemplara en mí, por lo que se dirigió sin tapujos.
No era un individuo curioso ni charlatán pero arriesgó las palabras
que se abrían paso desde las zonas más sinceras de su corazón.
Sé que te confunden las sombras, dijo, como me confundieron a mí
antes de aproximarme a los espectros.
¿Cómo desprenderme de ellas si me conocen tanto y me interpretan, aseveró?
Jamás temí las sombras
y menos que nunca cuando distinguí que cada hombre tiene varias.
Mas no están para hundirnos sino para señalarnos un rumbo.
Las sombras no son la perdición, siguió advirtiéndome.
Pueden ser el lado oculto, y no tanto el lado oscuro, como algunos dicen.
Oscuro es lo que no se ve, pero también
lo que está ahí permanente y vigía de nuestros torpes actos conscientes.
Supe de aquellas visiones
cuando la edad y lo andado fueron desechando lo superfluo de mi vida.
Una dijo llamarse Deseo, y me aconsejó: nunca te deshagas de mi compañía
porque soy la sustancia más antigua que mueve a los hombres.
Otra se nombró como Conocimiento, y afirmó:
soy la prolongación de tu interés por saber que nunca hay que renunciar
a llegar más lejos.
La tercera se me insinuó como Bondad.
Ni desear ni saber te gratificarán si no eres generoso entre propios y extraños.
Porque el que da de sí mismo condesciende al deseo
y fructifica en sabiduría.
Luego calló el hombre. Ambos permanecimos contemplando la llanura,
por donde las sombras cabalgaban haciéndonos guiños cómplices.
*Imagen fotográfica de Angèle Etoundi Essamba