Arrástrame, acunaba en mi sueño
una voz de ámbar. Empújame hacia ti.
La mar rugía brava y los vientos escupían las olas
cegando mi mirada perdida. Me estremecí y el miedo arañó mi cuerpo
y creí morir en aquella convulsión.
Atráeme hasta tu pecho, condúceme a tu ciudad de sal,
cantaban las olas al serrar el afilado borde de los riscos.
Alcancé a sujetar el timón y resistió la nave los embates.
Sentí otros brazos que sujetaban los míos y una boca firme
que decía a mi oído: estoy detrás, no desmayes.
No pude despertar de la fiebre hasta que la luna se afirmó en su nueva fase.
Sabía que no me habías abandonado ni siquiera en el sueño.
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