En el oasis de Qm hallé a una mujer enigmática
que hablaba de la vida que te queda por recorrer.
Cubría su cuerpo para que los signos de las constelaciones
no perdieran el calor de su aura, pues en ellos está,
así decía ella, el destino de cada hombre que se desplaza por el mundo.
No pude ver su rostro, ni ella pudo saber de mi antes, pero fue contundente
cuando pasé ante su hornacina silenciosa.
Eh, tú, extranjero, me dijo, ella te espera. No la defraudes.
Qué puedes saber de mi, la pregunté azorado e inquieto.
Di más bien qué sabes tú de ti mismo, me respondió con descaro.
Entendí que sus palabras eran proféticas, no porque adivinara mi meta,
sino porque me obsequió con el don de la reflexión.
Puse en su mano una onza de oro que no me sobraba.
Ella sujetó mi mano y la besó con agradecimiento solemne.
El sol proyectó sobre el anverso de la moneda la imagen de la ciudad dorada.
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